Aforismos, de Francisco Hernández
Ediciones Monte Carmelo, 2002.
Pequeñas agujas para atravezarse la lengua
e inundar de sangre la garganta
Mis ideas sobre la poesía son muy simples, por no decir que limitadas, para mí, la poesía debe ser algo que brille, pero tambien algo que duela, no concibo al objeto estético en sí y para sí, para mi entonces cada poema debe ser como un vidrio, algo que multiplique las luces y las sombras, un espacio donde encontrarnos leve o totalmente con nuestro propio reflejo, pero tambien algo que corte, que deje una herida o regresando a lo anterior, nos ayude a reconocerlas por medio del reflejo y la multiplicación, cada poema debe ser una cicatriz compartida, un dolor que se contagie a travez de los sentidos de la vista y el oido, una sola línea debe de ser capaz de poner en claro las palabras turbias que habitan nuestra memoria.
Cuando me preguntan a cuál poeta mexicano le pertenecen mi admiración y mis pretensiones, respondo siempre con el nombre de Francisco Hernández, para mi no hay otro que se haya sumergido en los pantanos del dolor y haya salido de él para, precisamente, compartirnos las heridas, las cicatrices y el dolor:
-Cuando era niño yo quería ser un poeta maldito. ¿Tú a qué jugabas?- con sólo esa línea todas mis aspiraciones quedaron en el suelo, la leí hace mucho gracias a Bernardo Jauregui. Qué fue lo que entendí, que al comenzar a escribir yo no tenía idea de a qué estaba jugando, Francisco Hernández sí, pero sobre todo, reconoce que estaba inmerso en un juego peligroso. ¿Yo a qué jugaba? Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo.
No recuerdo cómo conseguí este libro, ¿fue una compra? ¿un regalo?, lo que viene a mi memoria es la frase del cintillo “menos de cinco ejemplares vendidos”, todavía me pregunto si habrá sido ocurrencia del propio Hernández, probablemente una burla precisa para sus años de redactor de textos publicitarios.
Estos aforismos aparecieron en forma de folleto en Comalcalco, Tabasco el año de 1997, la recopilación fue realizada por el joven tabasqueño Ervey Castillo, cinco años después, se publicaron de nuevo en una edición corregida y aumentada con un prologo de Marco Antonio Campos.
En algunos de ellos, Hernández aborda el oficio de los que estamos condenados a depurar desde el silencio las palabras que la vida le va dejando en el camino:
-El poema es la huella que deja el homicida en el lugar de los hechos (la hoja en blanco es el crimen perfecto).-
-El lenguaje es la más pronunciada de las trampas.-
-El poeta no descansa: el tiempo lo desgasta para probar que existe.-
-Ah, si las palabras se deformaran al escribirlas como cuando las gritas.-
-¿Cómo escribirte en verso lo que miro, si en todas mis palabras hay ceguera?-
¿Qué hay en esas líneas? Todo, el lenguaje vuelto contra si mismo, la extravagante idea de que el oficio de poeta carece de belleza alguna pues le es imposible transcribir el dolor tal cual es, que el tiempo no es amigo de nadie, que a las palabras les es imposible ver aquello que nombran.
Hay una línea que es un verdadero grito de guerra, una declaración no de principios, pero si de origen y destino:
-Yo soy el pararrayos de esta torre y soy la llave y la puerta del infierno.-
Es una frase con clara pretensión maldita, hay que admitirlo, pero aquí lo que se aprecia es el acto de pronunciar en voz alta lo que la mayoría no se atreve ni a susurrar. Me agrada que diga del infierno en vez de este infierno, que no se limite a un territorio personal, que tenga la intención de incendiarlo todo.
Por último están las frases que se refieren al amor, en Francisco Hernández hay una constante con la que estoy de acuerdo, el amor es una colección de ausencias, un cuarto donde se acumulan los fantasmas, las memorias más dolorosas, son las que dejan los amores que no sucedieron, amar es unir nuestras cicatrices sólo para formar una más fresca y más brillante, inventarse un dolor nuevo para no andar solos por la calle:
-La luz hiere. Al mismo tiempo deja ver la herida. El amor hiere, pero no descubre el tajo que produce.-
-No volveré a tocarte, tu nombre ya no pronunciaré. Aquí sobre la espalda de un combatiente que agoniza, acepto la derrota y esta imbécil nostalgia por el reino.-
-Amo entrañablemente tu carne de fantasma.-
-Nada se de tu piel, sólo que está en la noche, amaneciendo.-
-Tu ausencia es otra devorante geografía-
Pero mientras el amor sucede, el dolor es tan tibio que adormece, las señales del daño estan ahí, pero uno eligirá siempre el riesgo de hundirse en los ojos de otro:
-Nada como el tormento de desear a quien es libre de cumplir sus deseos.-
-No tengo escapatoria cuando me miras para dejarme en libertad.-
-Otro día sin verte, sin poner mis pupilas encima de tus trampas.-
-No hay labio que no sueñe con el zarpazo de una lengua insomne.-
-El amor es lo que estos niños felices desconocen.-
Líneas que nombran la única trampa de la que no tenemos escapatoria, el deseo duplicado por la inconcencia, sueños habitados por una lengua que no duerme y que no pierde el tiempo en articular palabras, la ironía perpetuamente derrotada: la felicidad nada tiene que ver con el amor.
En esta breve muestra de versos de Francisco Hernández que el jóven Ervey Castillo extrajo y presentó como aforismos, se ven las agujas afiladas en que pueden convertirse las palabras, esos gritos transformados en cuchillos para atravezar la piel de los insomnes, pequeños vidrios para iluminar a los que habitamos la malaluz, cada una de ellas y en conjunto nos están diciendo algo, un murmullo que debe permanecer siempre en nuestros oídos, antes de pensar en escribir ,hay que escuchar los epitafios de nuestra esperanza: Nadie saldrá sin llagas de este incendio. Todos nacimos para ser olvidados.
qué onda, por qué ya no hay reseñas
ReplyDeleteExcelente aportación. Me sentí afectada. Quizá, en el fondo, deseo ser atravesada por mil agujas, usar mi sangre como tinta y escribir con ella mi epitafio.
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