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Una desolación. Yasmine Reza

Anagrama, 2000
Mirando en el espejo las ruinas del tiempo
Envejecer no es un arte, tampoco una opción, mucho menos un oficio, ni se elige ni se aprende, sucede y nada más. Con el tiempo la enfermedad será sólo uno acumulación de errores y descuidos, y la soledad, un acto logrado por el azar y la fortuna, mientras esto pasa, es probable que los otros vayan cayendo uno a uno, y nosotros seremos testigos de nuestro propio abatamiento, hasta que llegue nuestro turno.
Samuel, el personaje de la novela breve de Yasmine Reza, es un judío francés, un viejo insatisfecho e inconforme, algo del presente lo mantiene furioso y no deja un solo instante de su vida sin enfrentarse a los nuevos tiempos, las nuevas ideas y lo peor de todo a la concepción actual de la felicidad, para Samuel eso no existe, no es real, es una mentira extendida a lo largo de toda la historia humana, algo para los que sueñan, y hasta ahí está bien, pero la felicidad no es para los que viven despiertos, para ellos, los que son como él no hay otra cosa que la insatisfacción, y de todas las personas felices que lo rodean, el que más le duele que haya caído en la trampa de los ilusos, es su propio hijo.
Una desolación es una largo monologo dirigido al hijo ausente, al “feliz” de la familia, al que viaja y recibe el sol de las playas, en que aparece de vez en cuando, el reclamo constante es “qué hace” de su vida, en que consiste ese “estar buscando su lugar” no lo entiende, ni quiere hacerlo, para Samuel tal cosa no existe, en ningún lugar el hombre puede estar en paz, ni siquiera consigo mismo, menos con todo ese pasado tras de si.
Su segunda esposa se dedica a todas esas causas nobles que se inventa la gente para salvar al mundo y ha decidido dejar de salvarlo a él, su otra hija está casada con un farmacéutico (nada más apropiado para su extreñimiento crónico y los medicamentos infames) todo su tiempo lo pasa en su jardín mientras ve a su vecino, otro como él pero más extremo, alguien que ha decidido anclarse tras la ventana sin intenciones de nada.
En toda la novela se lee una amargura densa e inpenetrable, es díficil entender la naturaleza de ese reclamo, esa angustia que le causa la supuesta pasividad del hijo y uno sospecha que todo va por el lado de no reproducirse, quien no lo hace, no se arriesga, quien no se atreve a quedarse en un sitio a críar a un hijo no quiere probarse nada, quien no siembra, y aquí entra la constante alegoría del jardín, jamás tendrá que preocuparse de nada.
En una parte de la novela Samuel va al cementerio a limpiar la tumba de su padre, habla con él mientras talla la fría lapida, observa los guijarros dejados sobre la tumba y le pregunta a su fantasma si está contento, la respuesta es afirmativa, y entonces vuelve la angustia, ¿quién lavara la tumba de su hijo?
Al final se encuentra con una vieja amiga Genevieve, amante de un amigo en común, cenan juntos y es en esa parte donde Samuel aparece como lo que es, un pobre viejo que no puede entender el mundo, jamás lo ha entendido, esta rueda de roca y musgo es un sitio infame y le parece incocebible que la gente busque la felicidad, que se ponga como meta única encontrar un estado de gracia perpetuo, Samuel insiste en que lo único real es este instante, y este instante no tiene gracia alguna, la fascinación es efimera y la memoria es lo único que nos queda ante tal desgracia, este dolor que carga es un largo arrepentimiento por no haber disfrutado las cosas, se dedicó a ser consciente de que todo tiene un final, y eso, si no sabemos entenderlo siempre amarga los actos desde el principio, Samuel ve hacía el pasado y descubre que ha hecho las cosas mal, pero en su situación ya no tiene sentido pensar mucho en el asunto, ¿arrepentirse? para qué, eso no cambia las cosas, uno va a morir y eso es todo.

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