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La presa. Kenzaburo Oé
Anagrama. 1994
Retrato de infancia con guerra al fondo

Hubo un tiempo en que la crueldad y la violencia sólo existían en la distancia, llegaban a los oídos de los niños en forma de historias asombrosas, las batallas y los enfrentamientos habitaban la imaginación de los infantes y si acaso tenían una señal visible de la guerra, esta era la suspensión de clases, el verano perpetuo, las vacaciones sin fin. Hubo entonces lugares donde la guerra jamás sucedió, sitios donde la sangre no ensució las ropas ni las tierras de nadie, la pequeña aldea donde sucede la breve pero inmensa novela de Kenzaburo Oé, tristemente, no es uno de ellos.
La tensa tranquilidad de una aldea de cazadores se ve perturbada por la caída de un avión enemigo, de dicho accidente sólo hay un sobreviviente, un negro que será hecho prisionero y que por dicha condición es encerrado en el almacén de la casa donde vive su personaje principal, un niño sin edad precisa que nos narra esta historia.

Pero de repente el soldado estiró el brazo –un brazo increiblemente largo-, alzó entre sus gruesos dedos, cuyas falanges estaban erizadas de pelos, la botella de ancho gollete, se la acercó y la olió. Después la inclinó, abrió sus labios como de caucho, descubrió dos perfectas hileras de dientes fuertes y deslumbrantes, cada uno en su sitio exacto igual que las piezas de una máquina, y vi como la leche caía en las profundidades rosadas y relucientes de su amplía garganta. La nuez del negro cloqueaba como un desagüe cuando chocan en él el agua y el aire. Por las dos comisuras de la boca, que daba la penosa sensación de ser una fruta demasiado madura estrangulada por un cordel, la leche grasienta se desbordaba, bajaba a lo largo del cuello, mojaba la camisa abierta, caía por el pecho y se inmovilizaba en la piel pegajosa con reflejos oscuros en forma de gotas viscosas como la resina que temblequeaban. Descubrí, en medio de la emoción que me resecaba los labios, que la leche de cabra era un líquido extraordinariamente hermoso.

Antes de eso la guerra sólo había sacudido las rutinas del verano, ante la imposibilidad de llegar a la ciudad, ahora la aldea tiene su propio crematorio, los niños pasan más tiempo en la playa, observan el ir y venir de los adultos, y se adaptan al ritmo de los días sin escuela y sin obligaciones, todo está bien hasta que sucede el accidente, la aldea no volverá a ser la misma para nadie después de eso, el negro, la presa, lo cambiará todo, absolutamente todo.

Ya no formaba parte de la comunidad infantil: ésta era la idea, surgida como una revelación, que ahora me invadía. Las sangrientas batallas con Morro de Liebre, la caza de pajaritos en las noches de luna, los descensos en trineo, los cachorros salvajes, todo eso era bueno para los niños. Pero esa clase de relaciones con el mundo ya no tenía nada que ver conmigo.

La narrativa de Oé es sensual en todos los aspectos, habla de texturas, calores, humedades, aromas, sabores, reacciones epidérmicas, sus descripciones son tan coloridas y llenas de una extraña calidez, que en ellas no sólo encontramos una ennumeración de datos esenciales para visualizar los sitios y las condiciones de la aldea, es a travez de estas minuciosas observaciones llenas de vida que entendemos la diferencia que provoca la llegada de este extraño, lo ajeno que es a este sitio, y como poco a poco, cuando todos creen que no es peligroso, el negro se va adhiriendo al paisaje, como los habitos del encierro lo van volviendo parte de lo que antes lo rechazaba, y en forma de agradecimiento repara algunas herramientas y artefactos de los aldeanos, empezando por la trampa para jabalíes con que lo mantienen quieto, ese es el gesto adecuado para demostrar que no quiere huir.
Sin embargo, la misma presa sabe que no lo puede ser por siempre, por eso cuando sospecha que la situación, su situación, está por cambiar, no tiene otra opción que volver a ser el enemigo, hace rehén al niño que nos narra esta historia y el desenlace con muerte y víctima es inevitable.

-Cuando una guerra llega a ese punto, es el colmo – dijo Chupatintas- ¡Mira que aplastar los dedos de un niño…!-
No contesté nada y sentí que me faltaba la respiración. Era muy probable que la guerra, aquella interminable y sangrienta batalla de gigantescas dimensiones, aquella especie de maremoto que, en unos países lejanos, se llevaba los rebaños de corderos y arrasaba la hierba recién segada, siguiera prolongándose. Pero ¿quién hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar hasta nuestras aldea? Sin embargo, lo había hecho, para destrozar mi mano y mis dedos, para emborrachar a mi padre y llevarlo a blandir su podadera. Así, de golpe nuestra aldea se veía envuelta en la guerra; y yo, en medio de aquel tumulto, ya no podía respirar.

Si cuando fue hecho rehén el personaje de Oé, se sintió traicionado, luego cuando se descubre convertido en “presa” tambien, escucha que algo ya había comenzado a romperse, a crujir desde las profundidades de la circunstancia, los tambores de la guerra se estaba acercando y por fin retumbaron en su pequeño cuerpo.
Muere entonces la infancia de nuestro personaje, pero ambos, la presa y el niño son arrancados de sus paraísos por culpa del miedo y el odio que siempre surgen imbatibles cuando la vida está en peligro.
Ahí terminas sólos, el cádaver y el niño herido, mientras los demás juegan, él percibe el pesado olor de la muerte y en su mano los rastros de la furia. Los tambores siguen sonando en su cabeza.

Comments

  1. buscaré esta, solo he leído una que se llama Nada personal, creo que se llama así, total que esta increíble, el final no me dislumbra, pero bueno, es tan solo una novela. te la recomiendo. buscaré ésta. abrazos

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